Opinión
La semana pasada publicamos los primeros resultados de un estudio para conocer el estado actual de los aprendizajes y el bienestar socioemocional de los estudiantes de escuelas públicas en México.
Después de 14 meses de escuelas cerradas, en los hogares se acusa el golpe de una pandemia que en 9 de cada 10 casos se llevó a un familiar. Y cuando miramos con más detalle la situación específica que enfrentan niñas, niños y jóvenes en los hogares, vemos claramente por qué la principal preocupación de todos los líderes políticos debería ser evitar una catástrofe educativa y generacional.
Actualmente, nuestros niños están preocupados. Nueve de cada diez cree que algo malo puede ocurrir en sus familias. Seis de cada diez sienten miedo. Y tres de cada diez se sienten inseguros.
En este duro escenario, cobra un nuevo significado la noticia de que 6 de cada 10 estudiantes de entre 10 y 15 años no pueda comprender un texto de cuarto de primaria. O que 8 de cada 10 no pueda resolver un problema de matemáticas de tercero de primaria.
La crisis que vive nuestro sistema educativo es estructural y el regreso voluntario a la presencialidad es sólo el primer paso de un camino de recuperación que será largo y difícil.
Se confunde quien piense que sólo estamos intentando hacer frente a la pandemia. Tocará combatir una realidad educativa que durante décadas ha fallado a la hora de poner al centro, la necesidad de los estudiantes de aprender y desarrollarse emocionalmente.
Son muchos años de omisión y de engaño. De estudiantes aprobando ciclos escolares sin haber aprendido lo mínimo del grado anterior. De alumnos terminando la educación obligatoria sin las más básicas competencias interpersonales, de autoconocimiento, de capacidad lectoescritora, o de habilidades matemáticas básicas para la vida cotidiana.
Es siempre ingrata la posición de ser el portador de las malas noticias. Hoy, la catástrofe educativa ya no sólo puede intuirse, anticiparse, sino que comienza, con estudios como el que presentamos, a materializarse como una realidad ineludible.
Sin importar si la educación figura o no como un tema electoral, si las propuestas reconocen o no la magnitud y profundidad del problema, las consecuencias de un empobrecimiento educativo serán reales para cada estudiante, para sus familias y para nuestra sociedad.
En tiempos electorales, de emociones fuertes, encuestas, negociaciones y agendas calculadas al milímetro, es fácil confundir lo inmediato con lo urgente. Y, aún más, con importante.
La educación puede llegar a ser un tema arenoso, lleno de temas laborales, administrativos y burocráticos que alejan la conversación de lo que necesitamos hacer para educar mejor a cada uno de nuestros estudiantes. Pero pensar que sencillamente regresando a la escuela que dejamos en marzo del 2020 el problema está resuelto es un error.
A nivel global, mayor escolaridad (más personas estudiando mayor cantidad de años) no se traduce en mayores aprendizajes ni en una sociedad más capaz de aprovechar los beneficios de una buena educación.
Desde algunos paradigmas filosóficos, es posible entender la educación como un camino para permitir el florecimiento de los seres humanos. Valgámonos de dicha analogía para entender que, al igual que una planta se marchita sin agua y sin sol, los estudiantes en Sinaloa se marchitarán sin garantizarles el acceso a las oportunidades de desarrollo intelectual, física, social y emocionalmente que son su derecho legal y constitucional.
Sin esto, no podrán forjarse un futuro con propósito. Candidatos, no le fallen a nuestras niñas, niños y jóvenes. Cuando les toque gobernar, no se olviden de que el derecho de los niños a aprender, es primero.
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Ángel Leyva