Opinión
Hace algunos días se publicó en diversos medios de comunicación que México dejaría de participar en el Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés). Lo anterior generó una gran polémica ya que tomar una decisión de este tipo sería un retroceso para el derecho a aprender de niñas, niños y jóvenes. Si bien, el presidente López Obrador señaló que esta evaluación sigue su curso, hasta el momento no se ha hecho el piloto para llevarla a cabo y nuevamente careceríamos de representatividad en lo local.
La propia Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) señaló en un comunicado que muchos países están haciendo esfuerzos por incorporar la prueba PISA por lo que se espera una participación de 112 naciones incluyendo todos los del continente americano con excepción de Bolivia, Cuba, Haití, Nicaragua y Venezuela. En ese sentido, existe una gran preocupación ante el posible abandono de México al proceso de evaluación tomando en cuenta que este ha participado en este ejercicio desde el año 2000 y ningún país se ha retirado de su aplicación.
La prueba PISA, contrario a la prueba PLANEA que mide el dominio de aprendizajes esenciales del currículo, es una evaluación internacional que se aplica a los estudiantes de 15 años en las áreas de matemáticas, lecturas y ciencias y tiene el propósito de medir conocimientos y habilidades que les permitirán a los jóvenes afrontar los retos que la sociedad actual demanda en cualquier parte del mundo.
Los resultados de PISA nos han mostrado la grave situación educativa que vivimos desde hace dos décadas y la tendencia al estancamiento. De acuerdo con la última evaluación disponible en el año 2018, el promedio de la OCDE fue de 487 puntos en lectura, 489 en matemáticas y 489 en ciencias, México obtuvo 420, 409 y 419 respectivamente, lo que lo ubicó por debajo del promedio de este organismo y de países latinoamericanos como Chile y Uruguay.
Dejar de aplicar PISA sería carecer de información valiosa que por años ha servido para monitorear y dar seguimiento al progreso educativo y de esta forma ir ajustando y mejorando las políticas educativas necesarias para ser cada vez más incluyentes. Significaría tirar la báscula para ser feliz con nuestro sobrepeso o navegar sin brújula hacia lo desconocido.
El contexto de la pandemia exige contar con información oportuna y pertinente que nos brinde un panorama general para saber dónde estamos parados y qué debemos hacer para mejorar. Sin un diagnóstico adecuado se corre el riesgo de que nuestros esfuerzos estén desorientados y no puedan corregirse y ajustarse las estrategias que la acción educativa exige.
Sabemos que evaluaciones como PISA por sí mismas no resuelven el problema educativo y tienen ciertas limitaciones, no obstante, es uno de los insumos más importantes con los que contamos. Más allá de abandonar la prueba debemos exigir que se aplique PISA con representatividad estatal la cual se dejó de tener desde el año 2015 y lo cual permitiría a las entidades contar con información focalizada para diseñar más y mejores políticas públicas que garanticen la equidad y la inclusión de forma diferenciada y atendiendo las necesidades específicas de cada contexto. Asimismo, sería posible retroalimentar a las comunidades escolares para que puedan tomar mejores decisiones en sus escuelas. Es importante señalar que el mundo no nos va a esperar y un diagnóstico sólido para garantizar el derecho de las niñas, niños y jóvenes a aprender es uno de los primeros pasos para lograrlo.
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Ángel Leyva