Opinión
El lunes 9 de septiembre, en las primeras horas de la mañana, la Secretaría de Educación Pública y Cultura (SEPyC) anunciaba, por recomendación de la Secretaría de Seguridad Pública de Sinaloa, la suspensión de clases en un sector de Culiacán debido a un conflicto armado. El turno matutino se quedaría sin estudiantes. Horas después, el anuncio se expandió: la suspensión de actividades sería para todo el municipio en el turno vespertino.
Ese día, la ciudad se paralizó. Las calles vacías, los negocios cerrados, las familias resguardadas en sus casas. Tal como aquel 17 de octubre de 2019, el miedo se sentía en cada rincón de Culiacán. Sin embargo, a pesar del caos, la SEPyC comunicó que las clases se reanudarían al día siguiente, causando desconcierto e indignación entre la población. La mayoría de las familias, en una decisión colectiva, decidió ignorar el mensaje de las autoridades y mantuvieron a sus hijos en casa para asegurar su bienestar.
El jueves 12 de septiembre, ante la presión social y la evidente inseguridad, se anunciaba una nueva suspensión de clases. Esta vez, la medida se extendió más allá de Culiacán, abarcando también los municipios de Cosalá, Elota y San Ignacio. El viernes 13, las escuelas seguían vacías, y el temor a nuevos enfrentamientos era un sentimiento colectivo de los sinaloenses, tras una normalidad y paz que no llegaba.
Para el martes 17 de septiembre, las clases se reanudaron nuevamente. Las autoridades anunciaron el Operativo de Proximidad en Centros Escolares, una medida para brindar seguridad a las comunidades educativas. No obstante, el miedo persistía en estudiantes, maestros y padres de familia.
Solo dos días después, el jueves 19, una escuela que intentaba retomar sus labores se vio obligada a cerrar. Los docentes estaban ahí, cumpliendo con su deber, aunque no había estudiantes. De repente, un operativo policial se desató en las cercanías. Helicópteros sobrevolaban, las sirenas resonaban, así como los disparos. Permanecer ahí les robaba la calma.
El 24 de septiembre, la violencia tocó incluso un recuerdo íntimo de mi infancia. En la primaria “Luis Donaldo Colosio”, donde yo mismo estudié cuando era niño, los alumnos se encontraban escondidos bajo sus pupitres, refugiados en el suelo de sus aulas, mientras un tiroteo se desarrollaba en las inmediaciones. Imagino la sensación de miedo y desesperación que recorría sus pequeños cuerpos. La escuela, que una vez fue para mí un lugar de crecimiento y juego, ahora era una trinchera improvisada.
El día siguiente, 25 de septiembre, las cifras oficiales reflejaban una realidad dolorosa: de las 978 escuelas en Culiacán, solo el 40% estaban abiertas. Y de esas pocas que funcionaban, apenas una fracción de los estudiantes asistía. En preescolar y primaria, solo una décima parte de los alumnos ocupaba los salones; en secundaria, la asistencia apenas superaba la cuarta parte. La educación no estaba siendo una prioridad.
La incertidumbre y el miedo se han apoderado de la sociedad sinaloense. Las familias viven con el temor constante de salir de sus casas, preguntándose cuándo podrán volver a la normalidad. Pero, ¿qué significa “normalidad”? Las niñas y niños ya no solo “corren el riesgo” de ser alcanzados por la violencia, sino que ya la están viviendo, y sufriendo sus consecuencias directas por el simple hecho de intentar ir a la escuela.
Es desolador pensar que, en lugar de preocuparse por sus tareas escolares o su recreo, los estudiantes de Sinaloa deben aprender a esconderse bajo sus pupitres para proteger su integridad. Las imágenes de niños refugiados en sus salones de clases nos recuerdan que la violencia ha penetrado hasta los espacios más sagrados de nuestra sociedad: las escuelas.
En este contexto, no basta con abrir las aulas. Decir que las clases se han reanudado no significa que haya condiciones para el aprendizaje. No se puede educar cuando la seguridad no está garantizada, ni se puede aprender cuando el miedo es la emoción dominante. Lo que ocurre en Sinaloa es un reflejo de la fragilidad de un sistema educativo rebasado. El derecho humano a aprender, uno de los más fundamentales, lamentablemente pasó a segundo plano.